Benjamín Segoviano / Guanajuato, Gto.
El mejor futbol del planeta, indiscutiblemente, se juega en la Champions League. No podía ser menos, cuando allí participan los jugadores más talentosos del orbe. Pero, contrariamente a los que pregonan los narradores en cada encuentro, no es un campeonato europeo, sino el máximo torneo mundial a nivel club.
Es cierto que se juega en canchas del viejo continente, es verdad que las franquicias, en su mayor parte, pertenecen a clubes y empresas de ese territorio y a unos pocos magnates árabes, pero los protagonistas, quienes hacen malabares y hacen magia sobre el campo, proceden de todas partes del globo.
Real Madrid y Manchester City ofrecieron ayer uno más de tantos juegos llenos de emoción, destreza, goles y elevada técnica que caracterizan año con año a esta competencia, aunque también se cometan errores elementales como en cualquier campo llanero, solo que vistos y analizados a escala global.
Sin embargo, el partido no fue un enfrentamiento entre un cuadro inglés y uno español, lo fue entre un equipo que representa a la capital hispana y otro que compite por la mayor ciudad industrial británica. El Madrid salió con solo un jugador español, Carvajal; el resto: un belga, tres brasileños, un austriaco, un uruguayo, un croata, un alemán y dos franceses.
Por su lado, el City inició con únicamente dos británicos (Stones y Foden), acompañados de dos brasileños, dos portugueses, un ucraniano, un argelino, un belga y, para redondear la paradoja, ¡dos españoles! A eso hay que sumar un técnico peninsular en el cuadro británico y un italiano en el ibérico.
La situación se repite en los principales conjuntos europeos: Barcelona, Bayern Múnich, Milán, Juventus, París Saint Germain, Ajax, Liverpool, Manchester United, Chelsea… Todos, equipos con miles o millones de seguidores no sólo en su país, sino en cualquier nación futbolera. Sus figuras venden camisetas y souvenirs a lo largo y ancho de la Tierra.
Hace años, cuando la globalización aún no invadía de lleno al futbol, en ciertas ocasiones festivas se invitaba a jugadores destacados de diversos países a integrar un conjunto, al que se llamaba “Resto del Mundo”, para enfrentar a algún otro club o selección. Como eran juegos de exhibición, servían para lucimiento y diversión, pero al no tener la presión del resultado, carecían de la pasión que propicia hazañas en la cancha y furor en la tribuna.
Hoy, los cuadros del viejo continente, auténticos equipos “resto del mundo”, atraen a base de euros a los mejores futbolistas de América, África, Asia, Oceanía. De la Antártida no, porque allí los únicos que hacen piruetas -y sin balón- son los pingüinos. La totalidad de los seleccionados de Brasil, Argentina o Uruguay participan en ligas europeas, en cuyos estadios se lucen también las estrellas africanas.
La calidad se derrocha. Y las victorias se festejan a lo grande, aunque quienes las forjan no hayan nacido en el terruño o ni siquiera conozcan su historia o geografía. Se les paga bastante para hacer o evitar goles, provengan de donde provengan. De algún modo, se compra el amor a la camiseta.
Lo malo es que los jugadores de casa tienen muy poca chance de alcanzar el estrellato. Las oportunidades las acaparan los fuereños. Las ligas locales de cada país se han convertido en algo así como segundas divisiones de la todopoderosa Champions League, a la que solo hace sombra el Mundial de Futbol, campeonato donde sí se pone en juego la identidad nacional y que destella cual supernova en el universo del futbol.
Por ello, los hinchas esperan impacientes el comienzo de Qatar 2022. La Champions, con todo y su enorme atractivo, es un mero entremés para el verdadero aficionado.

Profesor de carrera, periodista de oficio y vagabundo irredento. Amante de la noche, la música, los libros, el futbol, la cerveza y el cine. Inclinado a escribir acerca de mi ciudad, mi país y su gente, con feliz disposición a la plática entre amigos y a los viajes por el territorio nacional, en un perenne intento de reflejar en escritos esas experiencias.