Por: Don Politik

En política, los silencios pesan tanto como las palabras, y los gestos marcan más que los discursos. A un año de iniciado el sexenio de Claudia Sheinbaum, comienzan a hacerse visibles las fisuras de estilo con Andrés Manuel López Obrador, aunque ambos insistan en la narrativa de unidad y continuidad.
La primera señal apareció desde la transición: Sheinbaum eligió un gabinete propio, con nombres que no surgieron del círculo íntimo de AMLO. Marcelo Ebrard en Economía y Omar García Harfuch en Seguridad representaron un golpe de timón; perfiles con capital técnico y político que le dieron autonomía. Con ello, la presidenta dejó claro que no sería una simple administradora del legado, sino arquitecta de un nuevo diseño de poder.
El contraste se acentuó con la creación de la Agencia de Transformación Digital, sello de su etapa como jefa de gobierno capitalino, y con un estilo de comunicación más sobrio: conferencias con reglas, orden y hasta un “Detector de Mentiras” institucionalizado, muy lejos del show político de las mañaneras obradoristas.
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El contraste se acentuó con la creación de la Agencia de Transformación Digital, sello de su etapa como jefa de gobierno capitalino, y con un estilo de comunicación más sobrio: conferencias con reglas, orden y hasta un “Detector de Mentiras” institucionalizado, muy lejos del show político de las mañaneras obradoristas.
Pero las tensiones más fuertes se reflejan en la disciplina interna. Cuando estalló el escándalo de las vacaciones de lujo de Andy López Beltrán, Mario Delgado y Ricardo Monreal, Sheinbaum fue categórica: pidió austeridad y marcó distancia. El mensaje fue doble: hacia fuera, credibilidad; hacia dentro, advertencia. Lo mismo ocurrió con el caso de Adán Augusto y Hernán Bermúdez: la presidenta evitó blindajes políticos y dejó que la justicia siguiera su curso. El obradorismo duro tomó nota.
En materia programática, Sheinbaum ha jugado con la ecuación de continuidad y ajuste. Dio luz verde a la reforma judicial y al mando militar de la Guardia Nacional, siguiendo la ruta marcada por AMLO. Pero al mismo tiempo anunció un plan financiero de largo aliento para Pemex y abrió la puerta a inversión privada en proyectos estratégicos, además de impulsar la energía termosolar y renovable. Es decir: conserva las banderas, pero cambia los instrumentos.
La lectura estratégica es clara: no hay ruptura en la 4T, pero sí despersonalización del poder. AMLO construyó una narrativa alrededor de su figura; Sheinbaum está construyendo instituciones, datos y procedimientos. Esa diferencia puede parecer menor, pero en política define el rumbo: uno gobernó desde el carisma y la confrontación, la otra busca gobernar desde la gestión y la disciplina.
El distanciamiento, entonces, no es ideológico, sino operativo y estilístico. AMLO seguirá siendo la referencia moral de la 4T, pero Sheinbaum ya mostró que tiene las riendas firmes y que no dudará en corregir a los suyos, incluso si llevan el apellido López. El reto es sostener esa autonomía sin romper la coalición que le dio origen a su mandato.
Porque, al final, en política, la pregunta nunca es si hay distancia, sino cuánto margen se puede permitir sin romper el puente. Y hoy, ese puente entre Palacio Nacional y la oficina presidencial sigue en pie, aunque las tensiones ya se sientan en cada paso.