Benjamín Segoviano
Para las generaciones actuales, escuchar de la “Guerra Fría” suena tan lejano como nos sonaba a nosotros la Segunda Guerra Mundial. Pese a que no nos quedaba tan lejos en el tiempo (de 1945, cuando la bomba atómica puso fin a la contienda, a la década de 1960, cuando nacimos, habían pasado menos de 20 años), las batallas entre los aliados y los países del Eje solo las veíamos en películas de época y los libros de texto.
Sin embargo, lo que sí nos quedó fue el temor al exterminio por la honda impresión que dejó en nuestros padres la explosión nuclear que destruyó Hiroshima y Nagasaki, sumado a la conciencia de una lucha “a muerte” entre dos bloques ideológicamente opuestos, equipados ambos con enormes arsenales atómicos: comunistas y capitalistas.
Todo conflicto geopolítico durante las décadas de 1960, 1970 y 1980 se remitía al enfrentamiento entre ambos bandos, liderados uno por Estados Unidos (EE.UU.) y otro por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Las guerras en Corea, Vietnam y medio oriente; las revoluciones que sacudían Asia, África y Latinoamérica, y hasta las competencias olímpicas tenían como trasfondo las diferencias entre las dos potencias y sus respectivos aliados.
“Guerra Fría”, le llamaron los académicos y repetían nuestros maestros, porque, temerosos tanto una como otra coalición del aniquilamiento total por un hipotético combate nuclear, evitaban enfrentarse directamente y, por tanto, trasladaban sus diferencias y la lucha armada a los territorios de otras naciones. ¿Alguna semejanza con la situación ucraniana, siria o yemení actuales? No es coincidencia.
Incluso la carrera espacial se efectuó en ese contexto. Buscando la supremacía tecnológica en ese terreno, soviéticos y estadounidenses sorprendieron al mundo con avances alternados cada vez mayores, hasta que la llegada del Apolo 11 a la Luna, en 1969, inclinó la balanza del lado occidental, al menos hasta que los exitosos transbordadores fueron descontinuados y no quedaron más que las naves Soyuz para llevar gente al espacio.
Así, bromeamos durante lustros sobre el holocausto nuclear que acabaría con nuestra precaria existencia. Hasta que, en 1985, un abogado ruso llamado Mijaíl Gorbachov llegó al poder en la URSS. Apenas asumió el liderazgo, anunció un amplio plan de gobierno que incluía dos reformas llamadas glásnost (liberalización, apertura, transparencia) y perestroika (reconstrucción), con las que buscaba modernizar la sociedad soviética, resolver sus contradicciones y mejorar la economía.
El resultado fue mucho más allá de lo imaginado. Sus políticas, acogidas con esperanza por unos y escepticismo por otros, conducirían, incluso a su pesar, al desmembramiento del mundo socialista y a la caída del muro de Berlín, episodio que simbolizaría el fin de la “Guerra Fría”. Considerado adalid de la paz, se le otorgó el premio Nobel de la Paz en 1990, pero no pudo evitar una crisis en su propio país, por lo que fue destituido en 1991.
La esperanza de un mundo mejor que trajeron sus cambios se ha frustrado, pues aunque ha habido avances, sobre todo en temas como Derechos Humanos y Medio Ambiente, el sistema económico predominante aún es profundamente desigual y las ambiciones y el ansia de poder en muchas naciones se resisten a ceder su lugar a políticas más humanas y con mayor sentido de justicia.
Gorbachov falleció este 30 de agosto. Los ideales de un mundo en paz y una sociedad más justa y mejor no se han realizado, pero queda en el recuerdo su papel como artífice de una profunda transformación mundial.
Benjamín Segoviano
Profesor de carrera, periodista de oficio y vagabundo irredento. Amante de la noche, la música, los libros, el futbol, la cerveza y el cine. Inclinado a escribir acerca de mi ciudad, mi país y su gente, con feliz disposición a la plática entre amigos y a los viajes por el territorio nacional, en un perenne intento de reflejar en escritos esas experiencias.